07
2015Son las siete de la tarde. Estoy en Sarajevo, la capital de Bosnia y Herzegovina. Podría estar caminando hacia uno de los miradores de la ciudad para fotografiar el atardecer o, quizás, debería estar en el lugar donde asesinaron al archiduque Francisco Fernando de Austria y a su esposa, episodio que muchos consideran como el que detonó el inicio de la Primera Guerra Mundial.
Pero estoy en un shopping. En la ciudad solo hay dos, de reciente inauguración, y yo estoy en uno.
No lo puedo creer.
Los shoppings son esos no lugares a los que voy solo si necesito ir por algo puntual. No son lugares que disfruto. Me asfixian. Me suelo sentir físicamente mal. No sé si es la música fuerte que tienen algunos, la cantidad de gente, las luces o todo eso junto, pero no son de mis lugares preferidos. No los desprecio, pero solo los uso ante necesidades y situaciones especiales. Y estaba pasando por una.
Nunca entendí cómo los padres pueden llevar a sus hijos a jugar a un shopping cuando el día es lindo y hay muchas otras opciones para hacer gratis y al aire libre, como pasa en la ciudad de Buenos Aires. (Podría entenderlo si el día es gris y lluvioso). Nunca lo entendí hasta que un día me tocó hacerlo a mí.
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