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2016El cordón umbilical. Eso es lo primero que recuerdo del parto. Grueso, ensangrentado y en espiral. Me sorprendió cuando lo vi colgando delante de mis ojos. Desde que escuché que los bebés se alimentan a través del cordón umbilical mi imagen de esa conexión entre mamá y bebé era fina y débil. Como una soga angosta. Jamás lo pensé como una cadena.
Tahiel lloraba. Mucho y fuerte. Estaba colorado y sucio. Lo colocaron unos minutos en mi pecho y no recuerdo más nada. Vi que la partera puso a Tahiel en los brazos de Dino y desaparecieron los tres por la puerta de la sala. Mi mente estaba en otro lado. No sé bien dónde. Es el día de hoy que me pregunto si fui consiente de lo que pasó en esa sala, ese día y a esa hora.
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2015Son las siete de la tarde. Estoy en Sarajevo, la capital de Bosnia y Herzegovina. Podría estar caminando hacia uno de los miradores de la ciudad para fotografiar el atardecer o, quizás, debería estar en el lugar donde asesinaron al archiduque Francisco Fernando de Austria y a su esposa, episodio que muchos consideran como el que detonó el inicio de la Primera Guerra Mundial.
Pero estoy en un shopping. En la ciudad solo hay dos, de reciente inauguración, y yo estoy en uno.
No lo puedo creer.
Los shoppings son esos no lugares a los que voy solo si necesito ir por algo puntual. No son lugares que disfruto. Me asfixian. Me suelo sentir físicamente mal. No sé si es la música fuerte que tienen algunos, la cantidad de gente, las luces o todo eso junto, pero no son de mis lugares preferidos. No los desprecio, pero solo los uso ante necesidades y situaciones especiales. Y estaba pasando por una.
Nunca entendí cómo los padres pueden llevar a sus hijos a jugar a un shopping cuando el día es lindo y hay muchas otras opciones para hacer gratis y al aire libre, como pasa en la ciudad de Buenos Aires. (Podría entenderlo si el día es gris y lluvioso). Nunca lo entendí hasta que un día me tocó hacerlo a mí.
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2015Son las 4 de la tarde. El día está soleado, pero fresco. Yo camino algo apurada con Tahiel en el cochecito. Es que estoy llegando tarde al gastroenterólogo y conseguimos este sobreturno antes de irnos a nuestro primer viaje largo en familia (#europamagica2015).
Mientras cruzo un túnel, escucho la conversación de dos chicas que caminan delante de mi. Una lleva una bicicleta. Las dos tienen mochila. Deberán tener alrededor de 28-30 años.
–No me veo teniendo un hijo, alguien que depende de vos todo el tiempo. Yo ahora hago lo que quiero. –le dijo una a la otra.
–Yo tampoco. Mis amigas del secundario tienen casi todas y se viven quejando.
Después dicen que es un amor terrible, pero no paran de quejarse. –remata la que va en bicicleta.
Yo trato de acelerar el paso para escucharlas más. Es un tema que me interesa. Igual, mucho no me cuesta porque hablan fuerte.
–¿Para qué traer más chicos a este mundo si está lleno? ¿con todos los quilombos que hay?
–¡Tal cual! Yo estoy bien así. Lo único es la edad… El tema es si después me arrepiento, ¿no?
–Yo no pienso arrepentirme. ¡Estoy tan bien así! A veces pienso que ni novio quiero tener.
Ellas siguieron hablando. Yo doblé hacia la derecha y apuré más el paso. Llegaba tarde. En esos últimos metros hasta entrar al consultorio me acordé de este post que empecé a escribir hace cuatro meses (lo corrijo ahora, la decima cuarta vez que lo retomo, lo empecé hace seis meses). Sí, mi intención era hacerlo el día en que Tahiel cumplía un año y yo cumplía 12 meses de ser, o de intentar ser, mamá.
Pero nunca pude terminarlo. Siempre había otras prioridades.
Sin embargo, escuchar esa conversación me identificó tanto que necesité retomarlo. Me escuché a mi misma hace unos años. Y me acordé que el post lo había empezado así:
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