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Ibo, cuando el Sol y la Luna marcan la forma de vivir

Esta nota apareció publicada, con algunos cambios de edición, en la Revista Rumbos de abril de 2013.

No hay despertador. El Sol y la Luna dicen qué se hace, cómo y cuándo. El primero se asoma a las 4. En ese momento se escucha el llamado desde el alminar de la mezquita. No estamos en un país musulmán. Estamos en Ibo, una isla en el norte de Mozambique, donde la mayoría de sus 4000 habitantes practica esa religión y habla el kimwani, una mezcla de árabe y swahili.

Salam! Salam! Nos saluda Abdala cuando nos ve llegar desde el muelle. Salam! Salam!, dicen las mujeres que pasan a nuestro lado cargando pesados baldes con agua sobre sus cabezas. En un país conquistado por los portugueses, la presencia de carteles en árabe y el sonido del saludo Salam! se perciben, por lo menos, extraños ante nuestros ojos y oídos. Pero basta solo con hacer un poco de memoria o recurrir a la historia para entender sus causas. Antes de la llegada de los portugueses en el siglo XV, Ibo era un importante puerto comercial árabe, un lugar de paso y descanso entre los tantos puertos comerciales en el océano Índico.

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No estamos preparados

Los argentinos no estamos preparados para afrontar ninguna situación de desastre natural. Tampoco de otro tipo de desastres… pero eso es otro debate. Las inundaciones ocurridas la semana pasada en la Ciudad de Buenos Aires, en algunos partidos del Gran Buenos Aires y en la ciudad de La Plata dejaron de manifiesto esta incapacidad.

Solidaridad. Sí, mucha. En algunos casos, en muchos, fue sincera. En otros, en cambio, fue intencional. El objetivo último no era ayudar, sino mostrar que «estoy ayudando». Cosa que, debo confesar, me llenó de tristeza. ¿Cuándo nos daremos cuenta como pueblo de que no podemos seguir anteponiendo lo individual a lo social si queremos que la cosa funcione? Pero ese es otro debate.

Desorganización. Sí, mucha. Ante la inoperancia de los políticos muchas personas salieron a ayudar como podían y, en esa desesperación por hacer algo por el otro, pero sin saber muy bien qué ni cómo, se generan las peores desorganizaciones. Pero la culpa no es de la gente que salió con sus autos a repartir comida y frazadas hasta los barrios más alejados de la ciudad y a los que los medios decían que eran “impenetrables”; la culpa no es de los cientos de adolescentes que se mandaron a las calles a ver qué podían hacer; la culpa no es de los representantes de las organizaciones sociales que trataban de organizar la ayuda; la culpa no es de los que, como algunos de nuestros amigos, daban información a través de las redes sociales para saber a dónde llevar las donaciones o a dónde hacían falta unos brazos. La culpa es, otra vez, de los políticos que no implementan programas serios y a largo plazo. Y ni siquiera estoy hablando de obras de infraestructura que, por supuesto, deberían estar hechas y no lo están. Estoy hablando de programas de capacitación para que la gente sepa cómo actuar ante un desastre natural.

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Lugares de la memoria

Siempre me llamó la atención de una manera especial el tema de la memoria, tanto individual como colectiva. Mi parte de geógrafa social hizo que me inclinase hacia los conceptos de espacio y de lugar, así que hace un tiempo ya largo que los lugares de la memoria dan vueltas en mi cabeza y suman fotos y libros en mi biblioteca. Pero… ¿qué son estos lugares? Son aquellos espacios, públicos o privados, abiertos o bajo techo, que están destinados al recuerdo y a la conmemoración de las víctimas de diferentes hechos que ocurrieron en el transcurso de la historia. Aunque a mi me gusta ampliar un poco esta definición y no sólo circunscribirla a hechos trágicos.
Las ciudades están llenas de lugares de la memoria y si bien la mayoría se relaciona con museos o monumentos existen muchos otros lugares que adquieren el estatus de “lugares de la memoria” simplemente porque allí ocurrió algo que originó que la percepción social del lugar sea diferente. Buenos Aires tiene muchos de esos lugares y una opción para recorrerla desde otra perspectiva es descubrirlos.

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Mongolia: sentirse en otro tiempo

Éramos cinco en un auto para cuatro. Primera ruptura del contrato. No importa, pensé, mi objetivo sigue en pie. Miré por la ventanilla y el viaje había empezado.
Apenas te alejás unos metros del centro de Ulan Bator, capital de Mongolia, comienza la estepa. Ese paisaje seco, llano, vacío, que si no fuera por las carpas blancas (gers) que de vez en cuando lo salpican, podría pensar que estoy en la estepa patagónica. Pero no, estoy en Mongolia. Creo que no fueron muchas las veces que imaginé estar en este país, pasando por los mismos caminos que alguna vez supo transitar Gengis Khan y su ejército. En ese momento, el imperio Mongol era enorme: llegaba hasta lo que en la actualidad es Rusia e India. Hoy en día, el país solo ocupa una porción entre dos grandes potencias, como si estas no lo dejaran crecer.

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Turismo rural, ¿una alternativa para el despoblamiento?

Calles de tierra, muy poco tránsito, camionetas viejas, perros descansando bajo la sombra, almacenes antiguos y casas aisladas, forman una postal cada vez más común de los pueblos en la provincia de Buenos Aires y en otras provincias del país.

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Niñas no tan niñas

«En él, con mucha dificultad y no menos tiempo, los críos acaban llenando sus cubos. Luego, los transportan sobre la cabeza de tal manera que no se pierda ni una gota. Para ellos, concentrados y atentos, tienen que caminar intentando mantener el equilibrio de sus menudos cuerpos infantiles.» (Ryszard Kapuscinski, Ébano, 1998).

Una de las cosas que más me llamó la atención de África es la cantidad de niños realizando las mismas tareas cotidianas que los adultos, en este caso, la recolección de agua.

Ilha de Mozambique, Mozambique. 

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Buscar la sombra

«…Cuando hace un calor tan insoportable no se puede andar durante mucho rato: no hay con qué respirar, las piernas se flaquean y la camisa se empapa en sudor. Después de una de hora de semejante vagabundeo uno acaba harto de todo. Solo queda un anhelo: sentarse en algún sitio, necesariamente a la sombra y a poder ser junto a un ventilador. En momentos como éste uno se plantea si los habitantes del norte se dan cuenta de la gran bendición que supone es cielo gris, tupido y eternamente encapotado que, a pesar de todo, tiene una virtud maravillosa e inapreciable: que en él no aparece el sol.» (Ryszard Kapuscinski, Ébano, 1998).

En África, las horas pasan así: sentados bajo la sombra, cocinando, peinándose o, simplemente, descansando (como los animales).

Isla de Ibo, Mozambique.

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Crotto: la manía de saludar

“Quiero volver al campo”, me dice Sandra, desde el otro lado de la cerca que separa su casa de la “calle” y de un hermoso jardín con flores coloridas que ella misma plantó. Miro a mi alrededor e, ingenua, le digo: “pero si estamos en el campo”. Claro, desde mi concepción citadina, Crotto, un pueblo de algo menos de 200 habitantes, en el que las casas se encuentran a dos cuadras de distancia unas de otras y donde la tranquilidad y el silencio se adueñan de las horas, Crotto es el campo. Pero ella, con una sonrisa cómplice me cuenta que cuando era chica se crió en el campo. “Estábamos solos, con mis papás y mis hermanos. Yo aprendí a criar gallinas y a ordeñar vacas. Eso es el campo. Allá no hay nadie. Ahora soy la bibliotecaria y me encargo de cuidar las flores y plantas de la plaza del pueblo. Siempre hay algún joven que las destruye”.

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¡Bienvenidos!

En este sencillo post les doy la bienvenida a mi nuevo espacio virtual. Aquí, iré mostrando mis últimos trabajos de fotografía y periodismo, aunque pueden aparecer otras cosas que vayan surgiendo en el camino.
Todavía está en proceso de elaboración, pero creo que ya puede salir a la luz. Con el tiempo, iré mejorándolo y agregando nuevas categorías e ideas. Los invito a navegar por las imágenes y a descubrir juntos el mundo que nos rodea.

Gracias!!

Aldana

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