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2013El día estaba lluvioso y frío. Muy lluvioso y frío. Si bien estamos en otoño (casi casi por entrar en el invierno) habíamos tenido una semana primaveral en Buenos Aires. Pero justo el domingo estaba feo. No importaba. Era el día del padre y nos esperaba una linda reunión familiar con mis papás y mis hermanos. La primera reunión en tres años que estábamos todos juntos (con novios/maridos incluidos). Claro, es que los padres con hijos viajeros se acostumbran a que siempre falte alguno (o dos…). El domingo 16 de junio, en la Argentina y en algunos otros países de la región se celebra el día del padre. Así que… ¿qué mejor oportunidad para juntarnos todos y disfrutar de la comida en familia después de tanto tiempo? Mientras caminábamos con Dino para la casa de mis viejos me quedé pensando en el Veo Veo que no había podido escribir. Es que no me gusta decir que voy a hacer algo y no cumplirlo. Por eso, mientras me acercaba a la casa familiar se me ocurrió escribir sobre los aromas del día del padre que iba a sentir apenas cruzara la puerta. Sabía que la casa iba a estar llena de aromas. Y no me equivoqué.
Apenas entramos un olorcito a caramelo se apoderó de nosotros. Venía de la cocina. Mi mamá estaba preparando el caramelo para bañar al budín de pera y vainillas que había preparado. Como siempre exagera, preparó dos postres enormes, por lo que la cantidad de caramelo era mucha. El olor a caramelo quemado, ese que queda al final del jarrito, me hizo acordar al caramelo que se quema para las garrapiñadas.
Los aromas tienen muchas particularidades. Una de ellas es que activan algún mecanismo en nuestro cerebro que nos traslada, sin quererlo, a otros espacios y tiempos. A veces nos damos cuenta y, otras veces, no. Es inconsciente. Solo pasa, aunque no sepamos cómo. Eso fue lo que me pasó con el caramelo del postre de pera y el de las garrapiñadas de los puestos callejeros en Buenos Aires. Pero además, tienen otra particularidad. Y es que algunos son más fuertes que otros. Algunos aromas tienen el rasgo de ser muy fuertes y de opacar a otros, tienen la característica de desparramarse por el aire e invadir todo lo que tocan. Eso es lo que pasó en la cocina de la casa de mis viejos. En pocos minutos, entró un aroma desde afuera que invadió todo y dejó al caramelo chiquititio, chiquititio, como si no existiera. ¿Saben qué aroma era? El del asado. Ese aroma tan característico de las ciudades argentinas. Ese aroma propio de las callecitas de los barrios porteños los fines de semana. Ese aroma que sale de una casa pobre y de una casa rica, de una obra en construcción mientras los obreros paran al mediodía para descansar y de un parrillita “al paso”, que organizan de manera ilegal para que los taxistas paren a comer algo. Ese aroma que apenas ingresa por las fosas nasales te abre el apetito (bueno, menos a los vegetarianos). Ese aroma que dice mucho más que la comida en sí. Ese aroma que implica reunión, amigos, familia. Ese aroma que nos trae infinidad de recuerdos.
Pero ese aroma a asado fue especial, porque no llegó solo a la cocina, sino que vino acompañado de sonidos: el de las chispas del fuego ardiendo, el de la madera que se consume, el de las copas brindando durante la picada previa al lado de la parrilla, el del murmullo de los asadores. Pero por sobre todo, en mis recuerdos, es un aroma que viene acompañado de familia. Los mejores asados los comí en familia.
Mientras me acercaba a la parrilla y ese aroma se iba impregnando en mi nariz (y en mi ropa) y veía cómo la sonrisa de mi papá le iba ocupando toda la cara al vernos, me vinieron a la cabeza los asados que comí en otros países, en otras circunstancias. Me acordé del asado en una playa de Holanda, con amigos españoles y colombianos, bajo un viento que soplaba con fuerza y hacía casi imposible mantener el fuego prendido. Me acordé del asado que comimos en Sudáfrica, con la familia Zapp, pero hecho al estilo sudafricano (se cocina todo junto, se saca de la parrilla todo junto, se pone en una bandeja en la mesa todo junto, a todo se le pone mucha salsa bbq y se come todo junto, o sea, que casi no hay tiempo de oler y disfrutar). Me acordé del asado que preparamos con mis amigas en bahía Lapataia, en Tierra del Fuego, una noche fría de verano mientras viajábamos de mochileras, solas, en una carpa “de las de antes” (no iglú) en la que nos cagamos de frío y nos fuimos a dormir con el olor a asado/humo impregnado en todo el cuerpo. Todos lindos recuerdos, más allá de que los asados no estaban tan buenos como los que se hacen en la casa de mis viejos. Y eso es otra características de los aromas. Más allá de que sean ricos o feos te transportan a momentos y lugares especiales, te traen recuerdos de vivencias, de charlas, de amigos, de paisajes, de situaciones.
¿Se pusieron a pensar en la fuerza que tienen los aromas? ¿Cuántas veces les pasó que el aroma es mejor que el sabor? Un aroma impresionante, que te tienta, y que te da ganas de llevarte ese bocado o bebida a la boca lo antes posible… una vez que lo probás… no es lo mismo… es como que te desilusiona…. ¿nunca les pasó? Eso es lo que me pasó con los tres asados que les nombré antes. El aroma era rico, me recordaba los asados en familia, pero una vez que los probé, nada. Lo único bueno era el momento que estaba disfrutando. Y eso también es muy bueno: que los momentos vividos sean más importantes que los aromas o que vayan de la mano. Que hayan sido momentos felices, en geografías y tiempos totalmente diferentes, pero felices.
Y así, entre recuerdo y recuerdo, el asado llegó a la mesa familiar. Y ahí aparecieron otros olores. Esos que no son muy fuertes, esos que necesitás acercar la nariz para sentirlos, por ejemplo, el aroma de las ensaladas. Había tres. A mis papás les encanta cocinar mucho, ya les dije, ¿no?. La primera: espinaca cruda, rúcula y mucho queso parmesano. Me encanta el olor de la rúcula mezclada con el queso parmesano y el aceite de oliva. Me encanta. La segunda era una mezcla de lechugas de diferentes tipos, palta, cuadraditos de queso, nueces y una salsa de miel y soja que le brindaba un aroma a agriduce muy rico (y eso que no soy muy amante de lo agridulce). Y la tercera tenía bolas de zapallo, cebolla cocida y roquefort. El aroma del roquefort y la cebolla, con un poco de aceite de oliva le daba un toque especial a la ensalada. Era un mesa riquísima. Que se complementó con el aroma del pan recién horneado, que mi mamá trajo en una bandeja, y con el aroma que desprende el vino mientras se llenan las copas. Una mesa llena de aromas. Ideal para un día en «familia completa» después de tres años.
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Elena
Me has dado mucha hambre con ese asado 😉 Sí que es verdad que algunos aromas se apoderan de todo lo demás.
Es curioso porque has mencionado las garrapiñadas y me has llevado a las fiestas de los pueblos de mi infancia…
Saludos
aldana
Gracias, Elena!!
La garrapiñada tiene esos aromas que te envuelven y te tientas, pero cuando la probás ya no es lo mismo. Es más rico el olor que el sabor! Jajaja
Un beso grande!
Aldana
Seba
Definitivamente el olor a asado es mucho más que el asado en sí, es un significante que excede ampliamente a la comida propiamente dicha; es familia, amigos, patio, picada, brindis, no sé, supongo que parte de nuestra identidad, un ritual de lo nuestro, estés donde estés.
Brindemos por eso.
Beso grande
Seba