El amor se construye

«Ser mamá de Tahiel» es la nueva categoría del blog, donde intentaré contar mi experiencia en esta nueva etapa de mi vida: la de ser mamá. ¿Por qué se llama así? Porque el título implica que somos dos personas (él y yo) cada una con su contexto. Yo, en mi contexto, no soy igual a las demás mujeres y él, como Tahiel, no es igual a los demás niños. Por lo tanto, las experiencias serán diferentes (o no…) y, posiblemente, mucho de lo que cuente estará relacionado con los viajes, con el trabajar en casa o con lo inquieto que es Tahiel. Los invito a acompañarme y a compartir sus experiencias.

El cordón umbilical. Eso es lo primero que recuerdo del parto. Grueso, ensangrentado y en espiral. Me sorprendió cuando lo vi colgando delante de mis ojos. Desde que escuché que los bebés se alimentan a través del cordón umbilical mi imagen de esa conexión entre mamá y bebé era fina y débil. Como una soga angosta. Jamás lo pensé como una cadena.
Tahiel lloraba. Mucho y fuerte. Estaba colorado y sucio. Lo colocaron unos minutos en mi pecho y no recuerdo más nada. Vi que la partera puso a Tahiel en los brazos de Dino y desaparecieron los tres por la puerta de la sala. Mi mente estaba en otro lado. No sé bien dónde. Es el día de hoy que me pregunto si fui consiente de lo que pasó en esa sala, ese día y a esa hora.

 

***

“Fue un partazo”, me dijo la obstetra mientras terminaba con su labor, como si estuviera cosiendo un matambre en la cocina de su casa y hablara en voz alta. Me felicitaba y me decía que había sido un excelente parto.
“Salió solo en tres pujos”, afirmaba alegre y serena al mismo tiempo.
Yo sentía que habían sido muchos más.
“Podría haber sido menos”, continuaba en su monólogo.
Yo había pujado mal. Nunca supe hacer fuerza con el abdomen. Nunca me gustó ir al gimnasio y cada vez que lo intenté nunca pude terminar una serie de abdominales. Siempre me contracturé el cuello cuando intenté hacerlos. ¿Por qué en el parto iba a ser la excepción? Claro que no lo fue y terminé con la cara llena de puntitos rojos.
“Podría haber salido en un solo pujo”, seguía metida en su mundo.
Pero yo apenas la escuchaba. Mientras sus palabras se desvanecían y perdían intensidad, mi mente empezó a repetir otras que cobraban cada vez más fuerza. “Chicas, si en ese momento no sienten ese amor incondicional e inexplicable que se supone que tenemos que sentir todas cuando parimos y nos apoyan al bebé en el pecho, no se preocupen. Es más común de lo que se dice. No todas tenemos el instinto materno desde el minuto cero”. Esas palabras, que me había dicho Claudia en una reunión de embarazadas a la que asistía para hacer algo de ejercicio físico, fueron como un bálsamo.

Yo no me sentí plenamente enamorada de Tahiel en el parto. Y esas palabras, en ese momento, me tranquilizaron.

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Hace unos días leí el texto Sin Anestesia, de Jun Sklar donde cuenta el sufrimiento de su mujer en la cesárea porque no le había tomado bien la anestesia. Por lo tanto sintió todo. Sintió cómo le desgarraban el músculo, cómo hacían fuerza para sacarle al bebé y cómo lo volvían a poner en su lugar. Además, su mujer es anestesista y por eso sabía cosas que la mayoría de los humanos no sabemos.

-¿Por qué te aguantaste tanto dolor?
-Si yo gritaba, me dormían. En ese punto de la cirugía no hay modo de parar ni de dar marcha atrás. El bebé tiene que salir sí o sí. Si yo no podía tolerar el dolor me iban a hacer anestesia general.
-¿Cuál era el problema con que te dieran anestesia general?
-En la anestesia general, a diferencia de la neuroaxial (la peridural o el subaracnoideo), las drogas anestésicas van por sangre. La misma sangre que va a la placenta y al bebé. Si me dormían a mí, las drogas que son depresoras del sistema respiratorio también iban a pasar a Goran. Cuando te duermen, no respirás. Hay una máquina o un anestesiólogo que respira por vos. A veces cuando duermen a la madre, el bebé nace deprimido. No respira por sí mismo. Un neonatólogo tiene que ir y reanimarlo.

Ella era consciente se esos riesgos, porque los conoce por su profesión y tomó la decisión de seguir. Pero no siempre somos conscientes de todo lo que nos puede pasar. Ante la pregunta de Juan sobre si los pacientes deberían saber más, ella responde que preferiría que la relación médico-paciente en cuanto a conocimiento sea más realista, pero también plantea la idea de que uno va a los médicos que sabe que le van a decir lo que quiere escuchar. Nadie quiere que le digan que, por ejemplo, al someterse a una peridural hay riesgo, poco, pero lo hay, de quedarse paralítica.

Mientras leía su testimonio recordaba otros momentos cotidianos en los que actuamos igual, como guiados por la respuesta que queremos escuchar. Uno sabe a qué amigo preguntarle si la ropa que nos pusimos nos hace parecer ridículos, a cuál consultarle si hacemos bien o mal en escribirle un mail a nuestro/a ex o quién es el que nos va a convencer de que compremos un auto en vez de gastarnos esa plata en un viaje. Uno sabe con los bueyes que ara.

Algo así sentí cuando esa frase apareció en el momento justo. Es como que mi mente la buscó entre las millones de frases que seguramente tengo almacenadas y no sirven para nada. La buscó en el inconsciente y la sacó a la luz para que yo no me sintiera mal. Supo a qué médico o a qué amigo consultar. Supo en qué parte del cerebro buscar. Debe haber pensado que ya era suficiente el sufrimiento del parto como para sumarle una cuestión más sentimental.

***

Los ojos casi no se le veían de las lágrimas. Estaba con un gorro naranja que decía “papá” y un mameluco del mismo color. Tenía a Tahiel en sus brazos. Su cara desbordaba felicidad. Nunca lo había visto así. Me puse a llorar con él. Nos miramos y nuestros ojos desbordaron lágrimas, pero con cada lágrima que salía también se exteriorizaban miedos, alegrías, dudas, emociones inexplicables que se manifiestan en ese cuarto de paredes blancas, mientras tres personas comienzan a conocerse, a transitar un camino nunca antes vivido y a poner en juego todo lo previo. En ese momento comencé a sospechar que el amor es el sentimiento más puro que existe, aunque todavía no se había manifestado plenamente en mí.
No sé por qué lloré. No sé si fue por el cansancio acumulado, por felicidad, por alivio o, simplemente, por verlo así a Dino. Su emoción y su sensibilidad me llegaron a lo más profundo de mi ser. Vi en esa cara roja y mojada que lo que estábamos haciendo estaba bien. Que en sus brazos tenía el fruto de nuestro amor, de nuestra unión. Pero no lo digo como algo metafórico o como una frase hecha. Lo digo como algo literal. Tahiel era, en ese momento, un NOSOTROS.
Llorar por felicidad es uno de los motivos más lindos para llorar. Llorar por felicidad por un hijo es empezar a construir ese amor inconmensurable que crece poco a poco.

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Llegamos a casa con Tahiel a upa. Entramos, dejamos los bolsos sobre la mesa y nos pusimos a llorar otra vez. Creo que recién en ese momento tomé un poco más de consciencia de que éramos tres, de que empezaba una nueva etapa en nuestras vidas y de que nada sería fácil. Los días en el sanatorio se pasan rápido y una está tan acompañada y protegida que se siente segura. No dormís bien, te duele un poco el cuerpo, te cuesta acostumbrarte a que tome la teta, pero todo transcurre en un espacio y en un tiempo pensado para eso. No hay otra cosa que hacer. No hay que lavar platos, poner el lavarropa, cocinar, atender cuestiones laborales ni nada que no esté relacionado con tu bebé.
Pero cuando llegás por primera vez a tu casa todo cambia. El espacio y el tiempo se transforman. Estábamos los tres solos y todo era nuevo.

Los primeros meses son agobiantes. Tu vida no es tu vida. Tu cuerpo no es tu cuerpo. Tus gustos no son tus gustos. Tus necesidades no son tus necesidades. Sentís que nunca vas a recuperar tus tiempos o tus espacios, que nunca vas a poder volver a decidir sobre lo que querés hacer,  que todos tus proyectos se posponen por tiempo indefinido. Y lo peor es que no solo es una sensación. No es una percepción tuya de lo que pasa. Es lo que pasa.
Todo te supera.
Algunas mujeres lo sentirán o sufrirán menos y otras, más. Dependerá de las ganas previas de ser mamá, de la hiperactividad o hipertranquilidad a la que esté acostumbrada cada mujer, del tipo de trabajo, de la necesidad o no de trabajar y de, posiblemente, muchos otros factores. Pero todas, algún día, tendrán ganas de llorar, algún día querrán que crezca pronto y algún día querrán estar varias horas completamente solas sin pensar absolutamente en nada. Claro que esto último nunca lo lograrán.
Yo fui de las que lo sufrió bastante. Al principio me preguntaba dónde estaba ese amor materno incontenible, ese amor del que todas hablaban, de ese amor que, se suponía, había que experimentar. Yo sentía que lo amaba, que día tras día lo iba sintiendo más cercano a mí, pero que el instinto materno no estaba en mi máximo esplendor. Estaba equivocada.
“Te sale en cada gesto, en levantarte cada hora a darle de comer, en estar preocupada por él, en posponer tus cosas, no te preocupes que ahí está. El amor crece, el amor se construye. Y el amor que se construye es el amor más duradero y más fuerte», me dijo una amiga una tarde de mates entre baba, tetas y pañales. Menos mal que existen las amigas.

***

“Mamá, vení”, me llama desde la cuna todas las mañanas.
“Mamá, agua”.
“Mamá, setate acá”. Se sienta y me señala el piso.
“Mamá, más lejos” y estira su bracito para que me corra, porque quiere que me ubique más lejos de lo que estoy así la pelota que está a punto de patear tiene la posibilidad de hacer un recorrido más largo.
«Mamá, pintar» y me muestra la cartuchera con lápices de colores.
«Mamá, Pocoyó, Lula, Minimalitos», me implora cuando quiere ver la compu.
«Mamá, no anda yiutu» me dice y me mato de risa.

Y cada día que pasa dice más cosas. Y cada día que pasa hace más cosas. Y cada día que pasa compartimos más cosas.

Y cada día que pasa yo me enamoro más y más de él, de sus gestos, de su sonrisa compradora, de su risa a carcajadas, de sus palabras, de todo su ser.
Y cada día que pasa entiendo más la frase de Claudia que apareció en mi mente en el momento del parto. Yo tenía que darle tiempo a la relación madre-hijo para que se fortalezca y para que sea más pura, más genuina, más humana.

Ese tiempo hizo que, de a poco, las cosas se empezaran a acomodar. Y un día dejó de levantarse cada una hora y media a tomar la teta y empezó a dormir más horas. Y un día dejó de acostarse a la una de la mañana y empezó a hacerlo a las 10.30 de la noche. Y un día empezó a dejar la mamadera. Y un día empezó a jugar unos minutos solos. Y un día empezó a patear la pelota con otros nenes. Y un día empezó el jardín.  Y así me di cuenta que todo se va acomodando, pero que demanda una energía descomunal por parte de los padres. Los años pasarán y cada vez podré recuperar más mi sensación de libertad , mis tiempos y espacios. Pero nunca volverá a ser como antes. Siempre estaré pensando en él y preocupada por él, porque ahora lo amo como nunca pensé que se podía amar a alguien. Aunque su nombre signifique “hombre libre” y aunque pretenda darle las alas para que lo sea.

En ese mismo texto que ya cité de Juan, dice que «todo lo que un hijo te quita es fácilmente enumerable: sueño, tiempo, libertad, sexo, plata, comodidad. Lo que te da es imposible de poner en palabras».

Y eso que es imposible de poner en palabras se llama AMOR.

Sí, así, en mayúsculas. Aunque no sea “periodísticamente” correcto. En mayúsculas, porque es el sentimiento más grande que uno puede sentir. Porque si no fuera así no podríamos ser padres. Y lo bueno es que ese amor es infinito porque crece todos los días. Porque se construye y, al construirse paso a paso, se hace más fuerte. Como ningún otro tipo de amor.

¿Cómo no enamorarme día a día de esta sonrisa?

Tahielcalesita

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